Una página en un cuaderno


He podido ver más de siete millones de cosas,
de esas que se cuentan en las viejas anécdotas de hombres
experimentados;  aunque yo aun no llegaba al metro setenta.
A mi corta edad diría que he vivido, porque he visto morir,
y me he desengañado a cada paso que daba con soltura.
He visto morir, sí, pero no de cualquier manera.
La he visto sobre las cabezas de veteranos,
y sobre las que acababan de levantarse sobre el cuello.
Desnuda y burlona, se alojó en las habitaciones de esta casa
en algún momento, bien en forma de vejez, pena,
o mal de sueños.

Cuando me tuvieron que llevar a uno de esos lugares
donde se venera la plenitud del alma,
ya entonces no se hizo necesario tener que escudarse
en ningún tipo de palabra.
Pude verla arropando en la cama a los niños,
tapándoles inútilmente con la manta.
Recuerdo a un niño al que tuvieron que atar,
porque sus minúsculos brazos superaban con creces
La humanidad que le demostraban.
Pude verla con los adictos, ayudándoles a sujetar las
paredes blancas, y les limpiaba las lágrimas
de inocentes criminales.
También la vi junto a los ancianos a los que ya
no se les cuidaba el alma; me miraban la negra boca
con un ojo desorientado y ausente; el otro con
profunda y sincera lástima.
Sobre todo, la he visto acompañar a las mujeres,
pues es con ellas con quien se mimetiza y adapta.
La he visto vaciar sus estómagos, sus venas, y
sus neuronas, aunque a veces, no pudo contra
la resiliencia de sus incurables almas.

Después de haber presenciado todo esto,
es difícil pensar en la muerte como algo que pasa,
oculta y perversa, a las desafortunadas almas.
Basta acercarse a la moderna Salpêtrière,
para ver en cada rostro un presagio de lo que serán
sus restos, una vez que les atomicen con pastillas, y
les aten a las máquinas: una vez que los presentes
les den por almas perdidas e insalvables,
almas muertas,
abandonadas a la soledad de una cama.

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